domingo, 31 de julio de 2011

God save the Queen



¿Qué sabréis vosotros lo que es un niño, lo que son niños ni niñas? Ah, pero funcionáis como si lo supiérais, con una fe mortal en que sabéis cuál es el destino de todos y de cada uno, con una prisa por cumplir la Orden, que no dais abasto a tanta pedagogía; que se hagan cuanto antes, a la cuenta del tiempo de las velitas de sus tartas de cumpleaños, unos hombres como Dios manda —o unas mujeres, con tal de que sean mujeres de hombres—, y más aún, que sean ya ahora su futuro, unos hombrecitos, o al menos unas mujercitas, en fin, crías de Hombre, y no otra cosa.

Ya sé que también bajo el antiguo Régimen había escuela, y hasta palmeta y orejas de burro para el más lerdo: siempre ha habido escuela —vamos, desde el comienzo de la Historia, que de lo otro no se sabe—, y, cuando a aquel niño de un pueblo de Jaén le preguntaban: «Y tú, ¿qué vas a ser cuando seas mayor?», respondía mohíno: «Yo que no haiga escuela», y se decía entonces: «La letra con sangre entra» —la letra, ¿eh?, que no la lengua, que ésa no tenía ni que entrar, y ni siquiera entrar al idioma de los padres costaba sangre—; pero es que habéis progresado tanto, con los métodos de la dulzura democrática, con la pedagogía lúdica —ya les mandáis jugar, que se tomen hasta la clase como un juego, y conseguir así que se aburran jugando, mucho más que con el padrenuestro y la tabla de multiplicar—, que sois insidiosos y venenosos como nunca.

Ni creáis que me crea yo que los niños son unos inocentes: «inocencia» es otra idea —para sostener la de «culpa»— de vuestras sucias imaginaciones. De ésos que oigo por la ventana, supongo que cada uno de por sí está gritando «¡Gol!», o «¡Qué chándal más guai!», o «Pues mi mamá es ingeniera», o cualquiera de las idioteces que les mandan; pero todo eso se pierde en el aire, y me llega sólo la pura algarabía, donde oigo palpitar la razón común, que nunca muere. ¿Sabíais vosotros, infames, que cada vez que nace un niño a este mundo trae consigo un aliento de verdad y vuelve a darse entre nosotros el milagro de la encarnación del verbo? No: eso es lo que vosotros, servidores del Futuro, no sabréis nunca; no os lo podéis permitir siquiera sospecharlo. Y, como desespero de hacéroslo entender —de paso que trato yo mismo de entenderlo—, por eso ¡con qué alegría me despido de vosotros, falsificadores, según se me va ensordeciendo en los oídos el vocerío de los niños de la escuela!

jueves, 14 de julio de 2011

Gumerxindo Saraiva, del caudillo al mito

Junto a Xindansvinto, uno de los personajes de Octopus más insignes y admirados de todos los tiempos, incluso allende los mares, sin duda es Gumerxindo Saraiva; primer Jefe Supremo y héroe de gestas legendarias en la liberación octopusiana del yugo marciano, y cuyo ilustre recuerdo permanece inscrito y ondeante en el anagrama que orla el escudo de la bandera de Octopus.

Hijo liberto de esclavos y experto conocedor de los puertos africanos (en cada uno de los cuales, se dice que tenía más de una amante), su rocambolesca muerte en una dudosa emboscada fue el desencadenante de la segunda batalla de Tourmalet, liderada por su fiel amigo Herculo. En vida fue el principal impulsor de la reagrupacion de la diáspora octopusiana, así como de la expansión territorial de Octopus. Esta es la razón por lo que su inveterada capital Cintruéñigo se recuerda en el nombre de otras regiones, aún siglos después de independizarse.

Considerado un libertador para algunos historiadores y un despiadado conquistador para otros, su fama de lider temperamental y beligerante le llegó joven al pretender continuar las otroras infructuosas rebeliones octogenarias contra el Imperio Marciano, incidiendo significativamente en la redefinición de los pueblos y tribus de Sextercius; lo que llevaría a Octopus a ocupar tal lugar privilegiado en sus relaciones con Bretonia y Paranoia que le hizo entrar en pronto litigio con el Reino del Castillo, disputándose ambos ser los genuinos herederos de la venerada estirpe de Corcos (véase la sinopsis histórica).

Quebrantando de manera flagrante los preceptos de modestia que rigen el intercambio recíproco, Gumerxindo Saraiva llevó la jactancia a su grado máximo como atributo de su liderazgo y, obsesionado con su propia importancia, hacía proclamaciones públicas de su generosidad como redistribuidor de tierras y viandas entre súbditos y acólitos, vociferando:

«Soy el gran jefe que avergüenza a la gente. Llevo la envidia a sus miradas. Hago que las gentes se cubran las caras al ver lo que continuamente hago en este mundo. Una y otra vez invito a todas las tribus a fiestas de aceite. Soy el único árbol grande. Tribus, me debéis obediencia. Tribus, regalando propiedades soy el primero. Tribus, soy vuestra águila. Traed a vuestro contador de la propiedad, tribus, para que trate en vano de contar las propiedades que entrega el gran hacedor de cobres, el jefe.»

Su fama de conquistador le hizo mítico. Y si bien se decía que allí donde ponía el pie las tribus se arrodillaban y le rendían pleitesía, también se decía que no había mujer lo suficiente joven ni lo suficiente vieja que no le hubiera conocido carnalmente. Algo muy improbable que sucediera realmente; pese a los miles de vástagos que supuestamente dejó a su paso debido a que, considerando el honor que un bastardo de Saraiva suponía en la familia, ningún varón osó cuestionar nunca aquellos años de libido femenina desorbitada.

Gumerxindo Saraiva siguió engendrando hijos incluso estando ya enterrado. El origen de este mito proviene de que, al parecer, siguió teniendo el órgano sexual duro y erecto después de muerto. Dejando aparte las sospechosas circunstancias en las que sufrió su emboscada criminal, el médico de campaña, sin dar muestras de extrañeza, explicó que aquello no tenía nada de extraordinario, pues era bien sabido que acostumbraba tomar opio, y que el opio procura excitación sexual aun después de la muerte. Lo que no obstó para que el vulgo comenzara a creer que, como un íncubo de frío pene, su demonio redivivo oprimía el corazón de las mujeres en las pesadillas, dificultando su respiración con sueños angustiosos y tenaces que casi siempre culminaban en preñez.