domingo, 30 de diciembre de 2012

Acerca de la naturaleza de las cosas

Sarah Ywa es la madre ancestral.
El abolengo de Gumerxindo Saraiva podría explicar adecuadamente algunas de las leyendas más famosas que acompañan su biografía. Una de ellas alude a sus atributos y su libido insaciable; y así suele ser representado, provisto de un enorme falo en perpetua erección puesto que, según testimonios de la época, lo mantuvo erguido incluso después de muerto. Durante años se dio como buena la explicación médica a pie de campaña que atribuía este fenómeno al desmedido consumo de opiáceos del que hacían gala sus tropas y que el propio Gumerxindo fomentaba con su ejemplo. Sin embargo, en 2001 dos antropólogos de la Universidad Anthony Hopkins se percataron de la diferencia entre los restos de cualquier ser humano y los restos momificados del caudillo Saraiva: un hueso situado en el órgano reproductor, más fuerte que cualquier otro del cuerpo humano.

Para explicar la presencia de este hueso, los acólitos del Octopus Dei habrían creado el mito de que al hombre común le falta un hueso que sí tienen otros animales, porque Super Dios se lo quitó al primer varón humano (Adamneo) para crear a la primera hembra humana (Sarah Ywa). Ese mito quedó registrado en el Libro del Génesis de la Biblia Marciana.

El jefe Gumerxindo estaría emparentado con el linaje de la primera mujer, Sarah Ywa, que no necesitaba varón para procrear aunque también pudiera reproducirse sexualmente; y el apellido Saraiva no sería sino una derivación lingüística del nombre bíblico de su madre ancestral. La elaboración de esta hipótesis no resulta tan descabellada habida cuenta de que el propio Xindansvinto se jacta de su noble linaje por ascendencia materna a causa de su genoma ribosómico mitocondrial.

Siguiendo el texto bíblico, el versículo 2.21 sería una explicación acerca de cómo se le quitó ese hueso al primer hombre. La elección del hueso peneano por el sumo cirujano universal sería obvia debido a su mayor relación con la paternidad que una frágil costilla. La costura de carne que se menciona podría referirse al rafe, la “costura” embrionaria que se percibe en el pene y el escroto. El texto sagrado no tenía palabras para referirse al pene, por lo que se tuvo que utilizar otra palabra. El término que se utilizó para el ‘hueso’ podría referirse tanto a un soporte estructural como a la parte dura y compacta que está en el interior de algunos frutos y en la cual se contiene la semilla. De esta forma, el sumo hacedor, que amén de cirujano veterinario era también agricultor, sembró el hueso extraído y lo plantó en la tierra; y de aquel lugar surgió Sarah Ywa, Хауа Ана, Hawa, Eva...

«Adamneo abrió los ojos. Estaba desnudo y acurrucado, se despertó con la sensación de que algo le faltaba. Nunca le había pasado algo así. A pesar del dolor que le impedía caminar más aprisa, sintió que debía apresurarse a buscarlo desesperadamente, sin saber lo que iba a encontrar. Después de un rato, Adamneo enloquecía, no sabía qué era lo que le pasaba, el corazón se le aceleraba, sus manos le temblaban y sentía un nudo en el estómago como si necesitara abrazar con ansia un cuerpo distinto al suyo. Por fin la encontró, recién surgida de la tierra, Sarah Ywa, hermosa y rotunda, mitad mujer mitad árbol de la vida, pues sus raíces vegetales no eran leñosas sino fuertes tentáculos que aún permanecían hincados en el suelo.»

Estatuilla del jefe Saraiva
 en una fiesta de aceite.
Otra explicación más plausible para el hallazgo óseo en los restos momificados de Gumerxindo Saraiva daría al traste con toda esta leyenda acerca de sus orígenes sagrados, añadiendo de paso un aspecto bastante controvertido a su mítica concupiscencia: la evidencia de que el caudillo sufriera una impotencia eréctil y hubiera utilizado un implante quirúrgico para lograr un pene enhiesto y duro, con una erección sostenida y larga, incluso sin estimulación sexual. Según este enfoque, el jefe Saraiva se habría aficionado a los opiáceos como terapia medicinal contra sus problemas de erección y una vez adicto a ellos se habría hecho implantar el báculo de algún primate de gran tamaño. En algunas estatuillas de la época se le representa aplicándose aceite en su miembro viril con algún oscuro propósito.

viernes, 14 de diciembre de 2012

Hágase como se ordena

La pía educación, uno de los pilares más seguros de la virtud.
Se había instaurado la norma de que, para el buen gobierno de la nación, era necesario que sus gentes diesen minuciosa cuenta de aquellas actividades que más solazan al individuo y se habían hecho creíbles ideas absurdas como que el hombre al que le gusta admirar los pechos de una mujer es un canalla o que la mujer que anda en bicicleta es viciosa. A partir de esta moda, aficiones habituales comenzaron a ser consideradas inaceptables.

Ocurría, además, que a menudo eran los grandes señores quienes se mostraban más proclives a las actividades más impías. Tal fue el caso de un conocido cardenal al que la iglesia acabó por dar la espalda, paradójicamente, por haberse aficionado a que muchas de sus jóvenes feligresas adoptaran dicha postura frente a él.

Cuentan que toda la nación se enteró de que el Príncipe de Bauffremont tenía, poco más o menos, los mismos gustos que el cardenal del que acabamos de hablar. Le habían dado en matrimonio a una damisela totalmente inexperta a la que, siguiendo la costumbre, habían instruido tan sólo la víspera.

— Sin mayores explicaciones —le dice su madre— porque la decencia me impide entrar en ciertos detalles, sólo tengo una cosa que recomendarte, hija mía: desconfía de las primeras proposiciones que te haga tu marido y contéstale con firmeza: «No, señor, no es por ahí por donde se toma a una mujer decente; por cualquier otro sitio que te guste, pero por ahí de ninguna manera...».

Dicho esto, se ponen a engalanar a la señorita; la arreglan, la bañan, la perfuman. Llega el Príncipe, con el pelo ensortijado, empolvado hasta los hombros, chillón, balbuciendo leyes y diciendo cómo tiene que ser el Estado. Gracias al arreglo de su peluca, de su traje ajustado, de sus carnes prietas y restallantes, apenas se le calcularían cuarenta años, aunque tenga cerca de sesenta. Aparece la novia, él le hace unas carantoñas y en sus ojos se puede ya leer toda la depravación de su alma. Al fin llega el momento...

Se acuestan y por un prurito de pudor y de honestidad que no se hubiera sospechado ni por asomo, el Príncipe, queriendo hacer las cosas como Dios manda al menos por una vez, no propone a su mujer más que los castos placeres del himeneo; pero la joven, bien educada, se acuerda de la lección:

— ¿Por quién me tomáis, señor? —le dice—. ¿Os habéis creído que yo iba a consentir algo semejante? Por cualquier otro sitio que os guste, pero por ahí de ninguna manera.

— Pero, señora...

— No, señor, por más que insistáis nunca accederé a eso.

— Bien, señora, habrá que complaceros —contesta el Príncipe tomando posesión de su enclave predilecto—. Mucho sentiría disgustaros y más en vuestra noche de bodas, pero tened en cuenta, señora, que en el futuro, por mucho que me lo roguéis, ya no podréis hacer que varíe mi rumbo.

— Me parece muy bien, señor —contesta la joven, buscando la postura—, no temáis que no os lo he de pedir.

— Entonces, ya que así lo queréis, adelante —contesta él—, ¡hágase como se ordena!