
Ante todo, hay que cumplir con la voluntad del mercado. Pero es en vano: jamás un dios estuvo tan loco para cambiar de opinión cada mañana, cada minuto, cada segundo. En su nombre, una nueva clase noble maneja al pueblo y a sus esclavos, pero con una pequeña diferencia; si antes los nobles se sentían obligados a cuidar su territorio, ahora no tienen territorio sino burbujas: rutas aleatorias y cartografías provisionales. Así, sus designios son mucho más imprevisibles que los de Nerón o Calígula. Hasta entonces los dioses solían ser bastante estables: Jehová era algo celoso y tenía mal carácter, era un dios exigente, pero no un demente. Los sabios han dejado de ser los tábanos del poder y como oráculos «pasan la noche en vela a la luz del candil tratando de alumbrar relamidos elogios a los tiranos». Con su lenguaje religioso hablan de la confianza en los mercados, de cómo hay que bombearles sangre con sacrificios humanos. Pero los dioses son insaciables, siempre hacen falta más sacrificios. La mayor parte de la población está vendida a vida o muerte a una lógica de producción que se determina a sus espaldas y, además, de forma cada vez más misteriosa (magia negra) en ese mundo del sinsentido al que llaman «los mercados».
Puede que la Edad Media conservara a su modo la herencia del pasado, pero no por hibernación, sino por retraducción y reutilización continua: fue una inmensa operación de bricolaje, en equilibrio entre nostalgia, esperanza y desesperación. Bajo su apariencia inmovilista y dogmática, constituyó, paradójicamente, un momento de «revolución cultural». Todo el proceso estuvo caracterizado de manera natural por pestilencias y estragos, intolerancia y muerte. Nadie dice que la Edad Media Contemporánea represente una perspectiva más halagüeña. Al contrario, esta es mucho más oscura, opaca y criminal. Como decían los chinos para maldecir a alguien: «Así vivas en una época interesante».